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América para El Americano

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América para <em>El Americano</em> BUY NOW

By Hiram Ruvalcaba

En una carta fechada en octubre de 1913, el escritor estadounidense Ambrose Bierce se despidió de sus sobrinos, Lora y Carlton, con las siguientes palabras: “Si escuchan que me paran contra un paredón mexicano y me muelen a tiros, por favor sepan que pienso que es una muy buena manera de dejar esta vida. Vence al envejecimiento, a la enfermedad, o a caer de unas escaleras. Ser un gringo en México, ¡ah, esa sí es eutanasia!” Luego de escribir esta carta, el escritor ingresó en nuestro país, buscando ver de cerca las hazañas de la División del Norte, comandada por el general Pancho Villa. No se supo nada más de él, y el destino—probablemente fatal—que Bierce enfrentó en nuestra tierra ha sido materia para la literatura desde entonces: por ejemplo, Carlos Fuentes le escribió la novela Gringo viejo (1985), y Fernando del Paso le dedicó un capítulo de su obra Palinuro de México (1977).

Empiezo esta reseña de El Americano (Chatos inhumanos, 2024) de Jeffrey Lawrence hablando sobre Bierce porque encuentro al menos un par de similitudes en la intención de ambos autores: primero la evidente necesidad de escapar a una etapa de sus vidas traída por la mera inercia—Bierce huía del envejecimiento paulatino y mordaz; Lawrence intenta postergar un futuro académico cómodo, pero no del todo añorado—; y segundo, por su palpable atracción por la cultura latina, nuestra lengua, nuestros fantasmas. Conforme avanzaba en la lectura del libro de Lawrence, no podía dejar de pensar en las visiones que aquel “gringo viejo”—Fuentes dixit—podría compartir con este estadounidense que visitara nuestro país casi un siglo después, en la flor de su juventud.

La cita de Henry James con la que Lawrence abre su libro, establece un segundo paralelismo literario notable. En The American, de James, se describe a Christopher Newman como un “undeveloped connoisseur,” un hombre que encarna perfectamente el carácter nacional del estadounidense que llega a un nuevo país para “ver todas las cosas importantes y hacer lo que hace la gente inteligente.” En El Americano de Lawrence hay una búsqueda similar, pero el choque cultural no se da entre dos continentes sino entre dos maneras de entender uno: el sur esencialmente latino repasado por los ojos de Norteamérica. En este choque, la sensibilidad de Lawrence lo conduce a un acierto no solo estético, sino geográfico: mientras que Henry James llama “americano” al estadounidense (un gentilicio que resulta problemático en el sur del río Bravo por muy diversas razones geopolíticas), Lawrence hace que su protagonista recorra el continente desde México hasta Argentina, y con esto parece dotar el gentilicio de un sentido más complejo y acertado: americano es aquel que ha vivido América.

No es esta la única interesante provocación del texto. Desde el principio, Lawrence advierte que este libro es un ajuste de cuentas. Por un lado, responde a su vital interés de profundizar en nuestra lengua—además de escritor, es traductor de literatura hispanoamericana y docente universitario—, así como una manera de pagar con la misma moneda a los miles de hispanohablantes que migran del sur al norte para hacer anotaciones culturales, sociológicas, políticas de la sociedad estadounidense: “No quiero ser como esos turistas neoyorquinos que se ufanan al hilar dos frases seguidas para hablarle a un mesero andino y luego se refugian en su inglés universal para explicar que todo está mal o que nosotros somos malos o que ustedes son unos maltratados.” En su lugar está el “güero” que pasa por nuestras calles y consume nuestra cultura, desde lo culinario hasta lo artístico.

El libro también es una declaración de intenciones, un relato sobre la exploración de la identidad y la experiencia cultural de un viajero en continuo aprendizaje que se arroja al vasto océano de la cultura latinoamericana. Lawrence deja muy clara la necesidad de buscar—quizás la palabra correcta sería “reinventar”—una literatura estadounidense más íntima y cercana a su contraparte en Latinoamérica: “¿Se dan cuenta de que en Estados Unidos la gente se burla de Bukowski? ¿Que lo ven como uno de esos pacientes en los anuncios de Viagra al que no se le baja la pinga en cuatro horas, enfermito por haber tragado la sociedad estadounidense de un bocado, no por haber luchado en su contra?” El desafío es evidente: dejar de lado, por lo menos un momento, a los beat y mirar a Rodolfo Walsh, a Silvina Ocampo, a Hebe Uhart. Detrás de esto hay una invitación a revisitar nuestros clásicos y reconocer a aquellos autores que pueblan el amplio paisaje de la literatura en español.

En este sentido, el libro acierta en compartir los hallazgos bibliográficos del autor. De repente, en medio de las anécdotas de la vida estudiantil, o de las reflexiones en torno a ciertas circunstancias sociales, políticas e históricas en México, Argentina, Uruguay, el autor nos lleva de paseo por sus lecturas, y es posible presenciar el viaje de un joven académico que habla con admiración honesta de una literatura que logró conquistarlo y que, finalmente, lo constituyó como lo que él mismo llama “ser cultural”: “En mi memoria, esos meses se han erigido como el inicio de la etapa intelectual de mi vida. Fundamentalmente, soy lo que fui o lo que construí en ese período.”

El Americano, de Jeffrey Lawrence, es también un relato prístino, costumbrista y por momentos enternecedor de la sociedad latinoamericana de principios del siglo xx. Su llegada a México, por ejemplo, está marcada por anotaciones puntuales de nuestra cultura gastronómica, pero también de esa manera particular de vivir una vida despreocupada, informal y, en algunas ocasiones, sumamente incómoda para el habitante del norte anglosajón.

Media hora después, me llegó su respuesta: Estoy saliendo de casa. Me voy a tardar un ratito. No pasa nada, pensé, mucha gente me ha dicho ya que los mexicanos llegan tarde. Pero Víctor tenía otro concepto de lo que significa tardarse. Pasaron casi dos horas antes de que volviera a escribir. Mientras tanto, le envié dos mensajes para averiguar dónde estaba, y un tercero en que intentaba expresar mi enojo: ¿Ya vienes, cabrón? Paso horas esperando.

Dice Lawrence que escribir este libro fue también una forma de iniciar la construcción de su propia morada literaria. La metáfora me parece acertada: en verdad el libro resguarda cierto tono familiar mientras narra las dificultades que plantea nuestro idioma y sus diferentes dialectos. Las anotaciones testimoniales de Lawrence aparecen como un recordatorio siempre necesario de la evolución de los pueblos latinoamericanos en sus distintas circunstancias. La mirada con la que enuncia nuestra tierra resulta en ocasiones incómoda, en ocasiones hilarante, pero nunca deshonesta.

Quien se adentre en este libro seguramente se hallará reflejado en los ojos de un forastero que, desde la admiración, nos cuenta en nuestra propia lengua una versión de Latinoamérica íntima y refrescante.


Hiram Ruvalcaba (Zapotlán el Grande, 1988). Escritor, periodista y profesor de literatura. Es Ingeniero Ambiental y Licenciado en Letras Hispánicas. Actualmente es Doctorante en Humanidades por la Universidad de Guadalajara, además de maestro en Estudios de Asia y África por El Colegio de México. Ha obtenido becas de escritura estatales y nacionales, como el PECDA Jalisco y el Jóvenes Creadores del FONCA en México. Ha sido acreedor a premios de literatura, tales como: Premio Nacional de Cuento José Alvarado (2020), Premio Nacional de Cuento Agustín Yáñez (2021), Premio Nacional de Crónica Joven Ricardo Garibay (2020).  Entre sus publicaciones se encuentran: La noche sin nombre (Cuento, 2018), Padres sin hijos (Cuento, 2021), De cerca nadie es normal (Cuento, 2022), Los niños del agua (Crónica, 2021) y Todo pueblo es cicatriz (Novela, 2023).